jueves, 22 de marzo de 2012

QUINTO DOMINGO DE CUARESMA: SER PARA OTROS

El egoísmo natural de cada persona, y el que se nos pega desde el lado de una sociedad como la nuestra, hacen que hablar de una “vida para otros” resulte poco menos que incomprensible. Sin embargo, en esta orientación, hacia uno mismo o hacia otros, se juega mucho del sentido de nuestra existencia.
   Desde el nacimiento a la muerte, nos hacemos personas en relación con el otro, con la ayuda del otro, en unión con los demás. Los otros nos moldean, nos troquelan y, en definitiva, nos construyen. En ese contraste vital surge la utopía de la familia humana. Necesitados del otro, amparados por él, cuestionados por los demás, empujados por ellos, envueltos/as en su amor, contagiados de su humanidad… Así es el camino humano.
   Si la Cuaresma nos ayuda a entender la existencia y el Evangelio desde los demás, si llegamos a creer que no es perder la vida, sino lo contrario, entregarse a la causa del otro, habremos dado con el camino que conduce a la Pascua. (Fidel Aizpurúa)


“Descúbreme, por tanto, bienamado, sobre todo entre los más pequeños, los desafortunados, los pobres. ¿Por qué? –preguntas-, porque ellos me necesitan desesperadamente, y hay algo que hacer para que se les restituya la parte de la herencia que les corresponde. No te empecines, pues, en dar conmigo preferentemente en las grandes asambleas, en las suntuosas parafernalias, en el trueno o en el vendaval. ¡Qué va! Me gusta mucho más, repito, rozarme con el barro, la arcilla, el lodo, la ciénaga, entre otros motivos para que vosotros no os veáis precisados a venir a mi encuentro donde siempre, como si vuestro Padre no tuviera redaños para presentarse de sopetón donde y como quiera, sigilosamente, de puntillas, como amigos. No me confinéis en las alturas, descolgado del huelgo de la arcilla, vaporoso, irreal, idea o sentimiento solo, o mera posibilidad apenas. Quiero un sitio aquí, un puesto a vuestra mesa, un camastro, un vaso de vino y un abono en los campos de fútbol, con la masa”. (I. Rueda, Dios también reza, p.28)

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