martes, 10 de junio de 2014

NO FUE UN VIAJE CUALQUIERA

   Movía la cabeza para intentar encuadrar una vista suficiente entre el compañero de viaje y la ventanilla. Quería disfrutar, un poco, del paisaje de aquel trayecto en tren. La elección, por comodidad, del asiento del pasillo me impedía contemplar, en primera fila y a pantalla completa, de esa naturaleza castellana que atravesaba. Pero a pesar de las dificultades, los trigales verdes alternados con los yermos, salpicados de matojos y encinas, me absorbían y me mandaban mensajes desordenados pero mágicos. Esas formas caprichosas, esa vida precaria en unos casos y en otros exultante, esa armonía, esa especial sencillez, ese volumen que sólo la naturaleza es capaz de expresar. Esa sorpresa continua que habla de una presencia; ese orden, esa lógica que encierra misteriosamente toda criatura natural; esa belleza espontánea e inexplicable que nos lleva a algo más…
   Y en medio de ese anonadamiento resuena una frase: “Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti” (Jn 17, 3). Y entiendo que la vida auténtica y plena que andamos buscando, tiene que ver con ser capaces de intuir esa presencia, esa sorpresa, esa chispa que encierra la vida en cualquiera de sus momentos. Presencia, sorpresa, chispa que nos es más difícil descubrir en medio del ajetreo utilitarista, de la urbe y de las cosas. Pero que se percibe de forma sencilla en la naturaleza por simple que sea, en las personas cuando te encuentras con ellas, en la entrega por otros llena de sentido o en cualquier momento vivido plenamente.
   Pero más aún, decía la frase “que te conozcan a ti”. Es decir, bullendo en esa vida infinita no hay una simple energía, un ser impersonal casi como otro elemento más del engranaje natural. Hay un “tú” personal, alguien que se comunica conmigo y con el que me puedo comunicar. O sea, que Dios está ahí… ¡Qué maravilla! ¡Qué bestialidad! ¡Qué alucinante! ¡Qué suerte!...
Javier Morala, capuchino


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