miércoles, 26 de abril de 2017

LA MAGNANIMIDAD

Sin querer, hemos asociado la humildad a ser poca cosa, entendiendo mal eso de “no pretendo grandezas que superan mi capacidad” y cosas por el estilo. La humildad la hemos vivido más cerca de lo pequeño que de lo grande. Y sin embargo, el humilde, sabiendo lo que puede dar de sí y siendo consciente de sus limitaciones y trampas, está abierto a lo grande, a lo que supera su capacidad.

Parece un contrasentido, pero el que es humilde de corazón no está cerrado a lo imprevisto en su corazón. El que está cerrado a lo inesperado vive mezquinamente, administrando tacañamente lo que la vida y Dios le han dado; aunque se barnice de sabiduría, en el fondo tiene miedo y se ha rendido en vida. El que da pasos por el camino de la humildad intenta ser sincero consigo mismo, es fiel a lo que hay que hacer, sabe sacrificarse, pero no se cierra en lo conocido y controlable de sí y de la realidad. Conocemos personas que, sin ningún brillo y en apariencia poca cosa a los ojos de los demás, han sacado de sí capacidades inesperadas porque han sabido arriesgarse cuando se han topado con situaciones que requerían algo grande: un acto de generosidad, aguante ante el sufrimiento, resistencia al mal más allá de lo razonable... Y todo sin crispación, sin heroicidades, sin alardes.

El secreto ha estado en que el corazón no se alimenta de sueños, ni de expectativas narcisistas, ni de la energía vital de la juventud, ni del afán perfeccionista de quien pretende “ser humilde”; sino que, teniendo conciencia de lo que uno puede dar y no, el corazón lo tiene apoyado en la esperanza de que la vida es mucho más de lo que se ve y controla, está abierto a alguien que está más allá de uno mismo, está dispuesto a dejarse llevar por la fuerza de Dios. Este saber no es ideológico, ni aprendido, sino intuido, recibido y vivido con Dios. Es la persona magnánima.

Carta de Asís, abril 2017

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